El dulce dolor de ver crecer a los hijos



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Ruth Alejandra Ramirez Chaves
15 agosto 25
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Hace poco mis hijas cumplieron 9 años. Las llevé al parque y se montaron juntas en el columpio grande. Ahí, viéndolas impulsarse solas, me golpeó una verdad que me atraviesa el pecho: el dulce dolor de ver crecer a los hijos.

Fue un flashback instantáneo: el mismo columpio de hace años, sus risas de bebés todavía resonando en mi memoria, mis manos empujándolas para que “llegaran más alto”. Hoy esas piernas largas tocan el suelo, hoy no me necesitan para volar. Y en esa escena, tan simple y tan brutal, sentí las dos cosas a la vez: orgullo que me ilumina y nostalgia que aprieta.

Me quedé pensando, porque sé que no solo me pasa a mí: lo escucho en consulta, lo hablo con mis amigas, lo leo en mi comunidad. ¿Por qué duele así esta dualidad de querer que crezcan y, al mismo tiempo, desear que se queden chiquitas un rato más? Quise entenderlo —desde la biología, la química del cerebro y también desde lo cultural y las expectativas— y de eso va este artículo. Aquí te cuento qué hay detrás de esa sensación que compartimos tantas mamás.

I. Biología: el cuerpo explica lo que el corazón no entiende

No estás “siendo dramática”. Tampoco “estás loca”. Estás viva, con un cerebro y unas hormonas que no son neutrales frente a tus hijos. La biología materna existe, nos atraviesa y, sí, a veces nos pasa por encima. Entenderla no nos quita libertad; al contrario, nos la devuelve.

Durante el embarazo y los primeros años, el cerebro materno se reconfigura para volverse hiper sensible a las señales del bebé. No es poesía: es neuroplasticidad. Te vuelves radar. Detectas un suspiro en la otra habitación, distingues su llanto entre diez, reconoces su olor con los ojos cerrados. Esa reconfiguración no se “desinstala” cuando cumplen años; queda ahí, latente. Por eso, cuando los ves más grandes en el columpio, algo profundo se activa: es el mismo circuito que antes te decía “acércate, protégelo”, ahora preguntando “¿ya no me necesita?”. Ahí nace el dulce dolor de ver crecer a los hijos.

Oxitocina: el lazo invisible

La oxitocina es la hormona del apego. Aparece en el parto, en la lactancia y también en el contacto piel a piel, en los abrazos y hasta en olerles el pelo. ¿Ejemplo cotidiano? Ese clásico: escuchas llorar al bebé y, sin verlo, te “sube la leche”. Camiseta manchada y cero control consciente. Es un reflejo neuroendocrino: el cerebro oye, interpreta “mi cría me necesita” y el cuerpo responde.

Años después, cuando ya no amamantas, el circuito sigue aprendiendo por asociación. Un gesto, una risa, una mirada, vuelven a disparar oxitocina. Te calma, te une… y también te recuerda lo que ya pasó. Por eso la nostalgia se cuela en medio de la alegría: placer y punzadita juntos.

Dopamina y “premios” chiquitos

La dopamina refuerza conductas que el cerebro considera valiosas. Cada vez que tu hijo decía “mamá” por primera vez, que daba un paso, que te buscaba con la mano, tu cerebro te daba un “premio” interno. Cuando crecen, esos micro-premios cambian de forma. Ya no te necesitan para subir al columpio, entonces el circuito pide nuevas razones para activarse. Entre tanto, aparece el vacío raro: disfrutas el logro, pero extrañas el “premio” de antes. Se siente paradójico porque lo es.

Cortisol: la alarma que se queda prendida

La maternidad temprana es alerta constante. El cortisol te ayuda a responder rápido. El problema es cuando el botón de alerta se queda encendido más tiempo del necesario. Si a eso le sumas menos contacto físico diario y menos señales “de bebé”, el cuerpo interpreta parte de ese cambio como pérdida. No es racional; es química. Y la química pesa.

Resultado habitual: días en que estás feliz por su independencia… y, al mismo tiempo, ansiosa, con el pecho apretado sin saber por qué. Spoiler: es tu fisiología haciendo su trabajo.

Memoria corporal: el archivo que no se borra

Tu cuerpo guarda “archivos” sensoriales. El olor a colonia infantil, el calor de su siesta sobre tu pecho, el peso exacto en tu brazo izquierdo. Cuando hoy los ves volar solos, esos archivos se abren. No estás comparando con la realidad de aquella época (desvelos, pañales, berrinches), sino con momentos pico que tu cerebro etiquetó como “tesoro”. Por eso la comparación siempre duele un poquito.

Escenas reales donde la biología se nota

  • El parque: Ya se columpian solos. Sientes un fresquito por no tener que empujar, y a la vez un vacío en el corazón. Te enorgullece, pero tragas saliva. El cuerpo interpreta “distancia” y pregunta “¿estamos bien?”.
  • El primer día que cruzan la calle sin darte la mano: sonríes para no asustarlos. Pero por dentro sientes micro taquicardia. Es el sistema de vigilancia materna en modo “verificado”. Sabes que es bueno, que han aprendido, pero se siente raro. Y raro mal.
  • La pijamada: se quedan en casa ajena. Tu cabeza sabe que están felices. Tu estómago, en cambio, tarda en creerle. Confieso que aún no estoy preparada para esto.
  • El abrazo que ahora es rápido: pasan corriendo, te besan y siguen. Te alegra su seguridad… y extrañas el abrazo largo de antes. Vuelves a tener tu espacio personal para ti, pero se siente vacío.

También le pasa a otros mamíferos

Si te sirve para bajar la culpa: no es solo humano. En muchas especies, las crías tienen llamados específicos que disparan la respuesta materna. Las leonas reconocen a sus cachorros por el sonido y el olor; las elefantas “adoptan” crías del clan cuando la madre se aleja; las perras mueven a sus cachorros de lugar ante ruidos nuevos. La biología del cuidado está profundamente cableada. No se “apaga” de un día para otro; se adapta.

Entonces… ¿qué hacemos con esta biología?

  • Nombrarla. Decir “esto que siento es biológico” baja culpa. No eres “exagerada”; eres mamífera y humana.
  • Apalancarla. Si tu cuerpo responde a contacto y mirada, busca micro-rituales de conexión acorde a su edad: 60 segundos de abrazo al llegar del colegio, olerles el pelo sin pena, cinco respiraciones juntas antes de dormir, el besito secreto.
  • Regular la alerta. Dos minutos de respiración lenta, caminar, tomar agua, sol en la cara. Pequeñas cosas bajan cortisol y te devuelven claridad. Yo confieso acá que he encontrado en el tejido un regulador muy potente, pero eso será tema de otro blog.
  • Actualizar el “premio”. Registra las nuevas escenas que te activan amor y orgullo: la conversación profunda, el chiste interno, las palabras «adultas» en su voz aún de niñas, la idea que te sueltan de golpe. Dale a tu dopamina razones nuevas.

La idea no es pelear con la biología, sino entenderla para montarnos en su ola. Cuando comprendes que parte de el dulce dolor de ver crecer a los hijos es químico, dejas de juzgarte y empiezas a acompañarte mejor. Es literalmente “no soy yo, son mis hormonas”… y puedo aprender a bailar con ellas.

II. La memoria emocional: el eco que duele

El archivo invisible
Nuestro cerebro no guarda recuerdos como fotos estáticas: los guarda como archivos vivos que incluyen datos sensoriales —lo que vimos, olimos o escuchamos— y, sobre todo, la emoción que los acompañó. Esa emoción es como un marcador fluorescente que resalta el momento para que no se nos olvide. Por eso, verlos crecer no es solo constatar que cambiaron de talla: es abrir carpetas llenas de olor a colonia infantil, de manos pegajosas que buscaban las nuestras y de risas a carcajadas que parecían no acabar nunca. Ese dulce dolor de ver crecer a los hijos es algo que nos va a acompañar desde el primer hasta el último recuerdo.

Sensación y emoción: no son lo mismo
Aquí es clave entender una distinción que pocas veces nos explican:

  • Sensación: es la respuesta física inmediata a un estímulo. Puede ser el calor en la piel, el olor de su cabello recién lavado o el peso de su cuerpecito dormido sobre el nuestro.
  • Emoción: es la interpretación que hace el cerebro de esas sensaciones, activando recuerdos, significados y reacciones. Esa mezcla es lo que provoca que un simple olor nos transporte a una etapa entera de la vida.

En el sistema nervioso, las sensaciones viajan por vías rápidas hacia el tálamo y luego a la amígdala, que decide si ese estímulo es relevante. Si lo es, envía señales a todo el cuerpo para que se active o se relaje. Y cuando la emoción es intensa —como las que vivimos en la maternidad— se involucra también el hipocampo, que archiva el recuerdo junto con su carga emocional, asegurándose de que quede bien guardado para siempre.

La emoción como pegamento
La frase clave aquí es que la emoción es el pegamento de la memoria. Cuanto más intensa sea la emoción, más fuerte queda fijado el recuerdo. Y en maternidad, ese pegamento es de alto poder. Cada logro, cada miedo, cada momento de ternura se adhiere a nuestro archivo interno con una fuerza que supera la lógica. Por eso, aunque pasen años, basta una pequeña chispa —una frase, un gesto, una foto— para que todo regrese con nitidez.

Dolor y placer entrelazados
Es como escuchar una canción que nos arranca una sonrisa mientras nos humedece los ojos. El crecimiento de los hijos activa emociones opuestas al mismo tiempo: orgullo y nostalgia, alegría y pérdida. El sistema nervioso no distingue si una emoción es “buena” o “mala” para guardarla; solo registra que fue intensa y significativa.

Por qué sirve entenderlo
Cuando no entendemos cómo funciona esta unión entre sensación, emoción y memoria, nos quedamos atrapadas en una confusión dolorosa: sentir que algo “está mal” por sentir ese dulce dolor de ver crecer a los hijos, y al mismo tiempo amar su evolución. La culpa aparece, creyendo que deberíamos sentir solo felicidad. Pero comprender que es el diseño natural de nuestro cerebro —que es normal que un mismo recuerdo traiga risas y lágrimas— nos libera de ese juicio interno. Nos permite abrazar ambas cosas sin pelear con nosotras mismas.

Al final, saber que la emoción es el pegamento de la memoria nos recuerda que esa mezcla de sensaciones contradictorias no es un fallo de nuestro corazón, sino una prueba de cuánto hemos amado.

El dulce dolor de ver crecer a los hijos

III. La sociedad aplaude; el corazón se quiebra.

Sobre todo, el de mamá.

Porque aunque todos te digan que ver crecer a los hijos es parte de la vida, tu alma siente que algo irremplazable se va.

Como si no fuera suficiente con lo que ya nos pide nuestro cuerpo y nuestro cerebro —esa montaña de hormonas, instintos y la dualidad de sentir dolor y orgullo al ver crecer a los hijos—, también cargamos con un factor social inmenso: la cultura, las exigencias externas y la autoexigencia que nos ponemos encima.

Disfruta cada etapa nos dicen…

Vivimos en una sociedad que nos repite como mantra: “Disfruta cada etapa”. Y sí, claro que hay momentos entrañables, mágicos, que quisiéramos congelar para siempre. Pero aquí viene la trampa: se nos impone como obligación disfrutarlo todo… y eso no siempre es posible. No todas las etapas se disfrutan igual, y definitivamente no todos los días son una postal de felicidad.
¿Y qué pasa cuando no lo disfrutamos? Llega la culpa: “¿Será que no soy buena mamá porque estoy agotada y quiero que esta etapa pase rápido?”.

Ejemplos sobran:

  • La mamá de un recién nacido que escucha: “Aprovecha, crecen muy rápido”, mientras ella lleva tres días sin dormir y no recuerda cuándo fue la última vez que se bañó tranquila.
  • La mamá de un niño en berrinches que oye: “Ya lo vas a extrañar”, mientras en ese instante lo único que quiere es un minuto de silencio.
  • La mamá de un adolescente que escucha: “Es la mejor etapa, ahora puedes conversar con ellos”, pero lo que vive en casa son portazos y monosílabos.

La contradicción es brutal: nos piden que disfrutemos todo, pero no nos dan permiso social para reconocer que hay partes que son duras, frustrantes y emocionalmente desgastantes. Y aun así, paradójicamente, cuando esas etapas se acaban, nos duele soltarlas.

Y aquí aparece otro duelo del que casi nadie habla: el de dejar de sentirse necesaria.
Desde que nace un hijo, la sociedad alimenta la idea de que “una mamá siempre debe estar” y que nuestro valor está en ser indispensables. Pero criar bien, con amor y respeto, es precisamente criar hijos que algún día no nos necesiten para todo. Es verlos salir al mundo seguros de sí mismos, tomar decisiones, resolver problemas… y, sí, hacerlo sin nosotras a un lado.
Ese momento, aunque es el objetivo de la crianza, golpea fuerte. Porque mientras el mundo aplaude nuestra “tarea cumplida”, nosotras sentimos una mezcla de orgullo y vacío. Y es ahí donde más experimentamos el dulce dolor de ver crecer a los hijos.


Hay quienes dicen que las mamás que sienten este duelo están “sobreidentificadas” con su rol, que deberían “tener su propia vida” para no sufrir. Y aunque es cierto que cultivar espacios propios ayuda, eso no elimina el vínculo profundo ni la huella emocional de años estando en el centro de la vida de alguien. No es debilidad emocional; es naturaleza humana, potenciada por un sistema cultural que nos ha hecho sentir que ser mamá es sinónimo de estar siempre presente y disponible.

Por eso, entender este peso cultural y la autoexigencia que arrastramos nos sirve para algo fundamental: no caer en la trampa de vivir la maternidad bajo guiones ajenos. Nos permite aceptar que habrá días que disfrutemos, otros que queramos que pasen rápido, y que eso no nos hace peores madres. Nos da libertad para vivir cada etapa como nos salga del corazón, sin sentir que fallamos si no estamos siempre radiantes. Y, sobre todo, nos ayuda a reconciliarnos con esa contradicción final: criar para soltar, sabiendo que aunque nuestros hijos ya no nos necesiten como antes, siempre seremos parte esencial de quiénes son.

En conclusión

Ya sabemos que no podemos escapar a la biología, a nuestras memorias ni al entorno, pero sí podemos elegir cómo habitamos esas contradicciones y convertirlas en un acto consciente de amor. Porque la maternidad no se trata de ser siempre coherentes o impecables, sino de aprender a sostener la paradoja: querer un momento de silencio y, al mismo tiempo, desear que se despierte para abrazarlo; sentir cansancio y, a la vez, agradecer profundamente su existencia. Aceptar la contradicción es reconocer que somos humanas y que, precisamente ahí, radica nuestra fuerza.

Si mientras leías sentiste que esta es también tu historia, te invito a quedarte por aquí. En este espacio hablamos de la maternidad real, sin filtros, para acompañarnos, entendernos y recordar que no estamos solas en este viaje.

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